Una vez fui a Buenos Aires. Tenía que hacer unas cosas pero, además de eso, estaba a la macana, así que escribía pavadas. Lo que sigue es una de las pavadas que escribí.
"Buenos días. Son las siete y diez de la mañana del 27 de Octubre en la ciudad de Buenos Aires, a la que llegamos anoche, después de un lindo viaje de 12 horas de duración que incluyó varias paradas a cargar agua para el mate, fumar algún que otro cigarrillo e ir al baño. Esto significa que, para poder cubrir Neuquén – Buenos Aires en el tiempo citado, hubimos de recorrer más de algún tramo a velocidades que superaban ligeramente los 180 km/h. Dada mi natural y reconocida cobardía, esto lesionó mi, ya de por sí débil, sistema nervioso, dejando algunas secuelas más llamativas que graves (un delgado y perenne hilo de baba de unos diez centímetros de largo, un tic que consiste en levantar, a un tiempo, el hombro y el pie derechos y un irrefrenable deseo de chupar virulana). Fuera de estas pequeñas cosas el viaje fue placentero y cómodo.
Salí de Neuquén convencido de que, al llegar a Buenos Aires, me alojaría en un hotel. Al menos eso me habían dicho y también había sido confirmado por mi acompañante (el que con tanta pericia condujo desde allá hasta acá). De hecho, este edificio en el que estoy, tiene afuera un cartel que dice Hotel no – sé – cuánto. Cuando entramos, nos anotamos y nos dieron las llaves de las habitaciones. Me llamó la atención que el hotel tuviera tantas. Visto desde afuera, parecía más chico, pero tiene como mil y pico de habitaciones. A mí me tocó la 902 y a mi acompañante la de al lado. Y eso que no estamos en el último piso. Estamos en el noveno.
Bueno. Hasta ahí todo más o menos bien. La milonga fue cuando llegué a la “habitación”.
Resulta que yo venía, como les decía, convencido de que esto era un hotel pero no es así, porque “esto” en lo que me han ubicado no es lo que cualquier persona normal de imagina como habitación de un hotel. Tiene cama, si, bueno. Pero ya desde ahí estamos mal. Anoche después de dejar el bolso, la computadora y las bolsitas de supermercado con lo que me había sobrado de los sánguches de milanesa, los huevos duros y las bananas que traje para el viaje, bajé a preguntar si no sabían a qué hora, más o menos iba a venir mi compañero/a de habitación. El pibe que está ahí abajo, en el mostrador, me dijo que yo no tenía compañero ni compañera de habitación. No quise quedar mal, así que me hice el zonzo, me di vuelta y me vine otra vez para... digamos... “la pieza” por llamarlo de alguna manera. Eso sí, sigo sin entender por qué hay dos camas acá.
Y digo que no sé cómo llamarlo por que... a ver... acá hay dos camas, una mesa que para grande es chica y para chica es grande, sillas, una especie de escritorio como de un metro y medio de largo y más bien angostón que tiene, delante, un espejo grandote con una luz arriba y unos cajoncitos acá abajo. También hay unos silloncitos, un televisor y una especie de... como una heladera, pero chiquita. Lo que no me gusta es que parece que no limpian muy seguido, porque en esa heladera todavía hay algunas cosas que se ve que la persona que estuvo antes se ha dejado olvidadas... qué se yo. Un montón de botellas y botellitas, unos paquetes de sánguches de miga, galletitas (esas están en una bandeja, arriba de la heladerita) y otras cosas. Anoche agarré todo eso y se lo llevé al pibe del mostrador, abajo. Le dije que seguro que el dueño o la dueña iban a volver a reclamar así que se lo dejaba. Me dijo que esas cosas eran de un (o una) tal Frigobar o algo así y yo le dije que no me importaba el apellido, que devolverlo era cosa de ellos, no mía. Y me vine de nuevo para la pieza con la intención de darme un baño.
Yo ya tenía ganas de ducharme, terminarme los sańguches de milanesa y acostarme. Pero nada es tan simple en Buenos Aires.
Ya me estaba desvistiendo cuando llamaron a la puerta. Era el pibe del mostrador con las cosas que yo le había llevado. Me dijo que eran para mí. Yo le dije que bueno, que muchas gracias y él me dijo que por nada y que todo estaba incluido en el precio. Entonces le dije que muchas gracias, pero que se las llevara nomás porque yo no iba a comer ni tomar nada de eso y que si quería tener una atención, más vale me trajera el equivalente en efectivo. No me dijo nada. Dejó las cosas en la puerta y se fue,
Volví a lo de bañarme. Y se me ocurrió, por las dudas, mirar el baño (a esta altura ya medio desconfiaba de todo). ¡Y menos mal que se me ocurrió! Porque resulta que el baño también tiene lo suyo.
Para empezar, no podía encontrar la ducha. No estaba. Había inodoro, lavatorio y bidet... pero de ducha, ni noticias. Así que me fui otra vez abajo a reclamarle al pibe del mostrador. Me miró como si yo fuera.. no sé qué. Le dije que no me mirara así y que si no me creía, que subiera a ver.
Subió conmigo, lo hice entrar al baño y le mostré. Entonces el pibe me miró, me dijo “Acá está, caballero” y, abriendo un placard que estaba ahí, me mostró la ducha. Yo le dije que a quién se le ocurre poner la ducha adentro de un placard, por más bonito que sea y por más puertas de vidrio que tenga. El pibe, otra vez, no dijo nada y se fue.
Volví a mi inspección del baño y... vuelta abajo, a hablar con el pibe. Le dije que no venía a molestarlo sino a avisarle que el teléfono del baño no funcionaba. Me preguntó de qué teléfono le hablaba y le repetí que del teléfono del baño. Me dijo que en el baño no había teléfono. Le dije que había pero que no andaba. Y que, además, cuando uno lo descolgaba empezaba a hacer un ruido bárbaro y se calentaba. Me pidió que le explicara. Le dije que era el teléfono ese, medio raro, que había en el baño. Que yo suponía que sería para comunicarse con él o algo así por que no tenía teclas para marcar ningún número y que cuando levanté empezó a hacer un ruido bárbaro y a largar calor. El pibe me dijo que eso era un secador de pelo. Yo le dije que estaba todo bien con él pero que no se hiciera el vivo, que para qué iba a querer yo un secador si soy pelado. No me dijo nada. Se quedó mirándome. En eso, bajó la vista, abrió grande los ojos y me dijo “Señor... por favor... no puede...” yo me miré y le dije que si yo no estaba equivocado, la idea de lugares como éste era que uno estuviera tan cómodo como en su propia casa y que en mi casa yo ando envuelto en un toallón todo lo que me da la gana, así que esa miradita estaba de más.
Volví a la pieza, abrí el placard del baño, me metí, salí, desmonté las puertas esas de vidrio para prevenir cualquier desagradable accidente ocasionado por un resbalón, me metí de nuevo y me duché.
Estaba por empezar con los sánguches de milanesa y los huevos duros cuando sonó el teléfono (el de verdad). Era mi compañero de viaje para decirme si quería ir a cenar. Acepté.
Ahora tengo que irme a laburar. Después cuento lo de la cena.
Son poco más de las siete de la tarde. Hace un ratito que llegué del laburo y, tal como dije, voy a contar lo de la cena.
Salimos del hotel con mi compañero (a quien, en adelante, llamaré Jacinto) y fuimos hasta acá cerca a una parrilla en la que, según él, se comía bien y contaba con un lugar reservado para fumadores.
El local en cuestión tenía catorce mesas para dos personas y cinco para cuatro personas, después había una especie de mostrador, un pasillo y, al final, otro salón, más pequeño, que era el de los fumadores y que tenía en el piso, a la entrada, tres letras (V.I.P.) que no sé que significarían pero, atento a la forma en que se manejaban las parejas que pasaban por allí sospecho que debe ser algo así como “Varones Ingresan Primero”. Bueno, el caso es que, cuando nos sentamos, estábamos solos a excepción de dos señoras (o señoritas, no lo sé) de aspecto muy distinguido que, por algún motivo tan subconciente como ignorado, me hicieron pensar que resultaría harto sencillo intimar con ellas siempre que uno lograra demostrar un nivel de ingresos más que mediano (situación financiera que se parece a la mía propia tanto como un vaso de leche a una tarántula).
La cena fue más bien tranquila, la comida abundante y no del todo desagradable. Estábamos por empezar con la parrillada, después de liquidar la entrada, cuando las señoras (o señoritas) se retiraron y quedamos solos, situación que no se extendió por mucho tiempo, ya que ingresaron al salón tres hombres cuyas edades oscilaban entre los 35 y los 40 años, uno de los cuales era el dueño de ese comercio. Se ubicaron en una mesa, más bien al fondo, y se dispusieron a cenar. A los pocos minutos comenzaron una conversación que, supongo, querían compartir con nosotros ya que el volumen de sus voces me permitió seguirla en su totalidad aunque no tuve el coraje necesario para participar de ella. Es muy llamativa la profundidad con que la gente debate cada tema en esta ciudad, aún en cuestiones que, quienes vivimos en ciudades menos cosmopolitas, consideramos (tal vez erróneamente) irrelevantes. En este caso la polémica (que duró 37 minutos, según lo indicado por el reloj de mi teléfono celular) giraba en torno a la actitud que corresponde asumir cuando, en situación de tener que salir del propio domicilio, uno se encuentra con un vehículo desconocido estacionado frente a la salida de la propia cochera. Las posiciones asumidas ( dos ) eran irreconciliables. Uno de estos comensales sostenía la conveniencia de insultar al dueño del vehículo (insultos que debían multiplicarse si no se trataba de un dueño sino de una dueña) para, posteriormente, golpearlo con violencia en tanto el otro se reivindicaba partidario de golpear primero e insultar después, sin distinción de sexos. El tercero no opinaba.
Ahora me voy a comer algo y después les cuento las otras cosas que vaya viendo."
Después escribí más pavadas, pero ya está bien por hoy.
Hasta más ver.